viernes, 30 de mayo de 2014

La inocencia de Gerardo (II): La verdadera conspiración


Gerardo Hernández
El Cargo 3 (conspiración para cometer asesinato) no era parte de la acusación inicial contra los Cinco. Fue agregado, sólo contra  Gerardo Hernández Nordelo, más de siete meses después, cuando él y sus compañeros permanecían en prisión, en confinamiento solitario y no podían defenderse.
Durante ese tiempo la prensa local de Miami dio cuenta de reuniones entre el FBI, los fiscales y jefes de bandas terroristas en las que prepararon y anunciaron esa calumnia antes de presentarla formalmente a la Corte.
El Cargo 3 se basaba en dos premisas absolutamente falsas. La primera era un supuesto plan del gobierno de Cuba para derribar, en aguas internacionales, unas aeronaves norteamericanas. La segunda, que Gerardo Hernández Nordelo era parte de ese plan.
Detengámonos ahora en el primer punto. Tal acción, disparar contra aviones de matrícula estadounidense en la alta mar (lo que la ley norteamericana describe como la “jurisdicción especial de Estados Unidos”) hubiera sido un acto de guerra. Alegar que las autoridades cubanas planeasen realizarlo es lo mismo que afirmar que ellas decidieron, en febrero de 1996, agredir a su poderoso vecino y desencadenar un conflicto bélico de proporciones incontrolables. Su resultado, cualquiera lo comprende, habría sido la destrucción física de la isla y el fin del proceso revolucionario.
¿Había acaso antecedentes para semejante conducta? En la larga disputa de más de medio siglo entre ambos países no hay precedente alguno de nada parecido. En su colosal campaña de propaganda hostil Washington jamás ha achacado a Cuba intentar atacar militarmente a Estados Unidos.
Ni una sola vez alguien procedente de la isla o armado por Cuba ha desembarcado allá con ánimo belicoso. Jamás se ha producido alguna incursión cubana a las costas norteamericanas ni contra la zona usurpada a la isla en la Bahía de Guantánamo. Nunca, aviones o embarcaciones nuestros penetraron ilegalmente el espacio aéreo o marítimo de Estados Unidos, ni siquiera en persecución de los que, procedentes del norte, han agredido a Cuba en numerosas ocasiones causando muertes y destrucción.
De hechos de ese tipo Cuba ha sido siempre la víctima y Estados Unidos el victimario o, al menos, cómplice. La historia de la diplomacia revolucionaria está repleta de protestas cubanas, en incontables notas oficiales entregadas al Departamento de Estado y en discursos y declaraciones en la ONU, la OEA y otros foros internacionales, divulgados por los medios de prensa. Nuestros archivos rebosan de tales denuncias y también guardan las respuestas, algunas constructivas, de Washington, incluyendo, por cierto, las relacionadas con las provocaciones de los llamados Hermanos al Rescate durante el año 1995 y las primeras semanas de 1996.
Nunca hubo quejas estadounidenses porque a nadie se le ocurrió en ningún momento atacar a ese país.
¿Por qué hacerlo en febrero de 1996? ¿Cómo explicar que entonces, precisamente, fuéramos a provocar un enfrentamiento militar directo con Estados Unidos, algo que a lo largo de los tiempos habíamos logrado evitar?
En aquel momento Cuba atravesaba su peor crisis, vivía la más profunda depresión económica, su PIB había caído de un golpe en más de un tercio con la abrupta desaparición de la URSS y sus socios del CAME. No tenía aliados en una América Latina toda ella administrada por gobiernos neoliberales y dóciles a los dictados de Washington. Cuba no habría tenido nada que ganar y lo habría perdido todo. Emprender una acción de ese tipo habría sido más que un suicidio, una estupidez. Y hasta los peores enemigos de la Revolución cubana reconocen que su política internacional se ha caracterizado por lo contrario, por la sabiduría y la coherencia.
Afirmar que Cuba quería provocar la guerra con Estados Unidos era un insulto a la inteligencia humana.
El sábado 24 de febrero además, no era en La Habana, exactamente, un día de aprestos bélicos. Soleada, fresca, la jornada de aquel tibio invierno habanero parecía bien distante de cualquier idea de pelea y mucho menos de conflicto armado. Por ningún lado se veían desplazamientos de tropas ni equipos militares. No había movilización o preparación militar alguna.
Había, eso sí, un gran gentío en las calles. Sobre todo hacia el norte y el centro de la ciudad. Muchos se agolpaban en el Malecón, presenciando una competencia náutica internacional a lo largo del litoral. Otros se ocupaban en los preparativos de lo que sería más tarde el último paseo del Carnaval. Muchos, en fin, iban hacia el Stadium de beisbol para asistir a un juego decisivo entre el equipo insignia de la Capital y su principal rival.
En la Universidad se había celebrado el Aniversario 40 de la fundación del Directorio Revolucionario y los participantes, combatientes de antaño y jóvenes estudiantes, compartían el almuerzo en el Malecón desde donde veían el despliegue de personas, alegres y despreocupadas.
Nadie, en aquella multitud, imaginaba que hacia ellos avanzaba la tragedia.
Sólo lo sabían en Washington. De ello hay constancia escrita en documentos oficiales norteamericanos alertando a sus centros de vigilancia de radares, varios días antes, que el 24 de febrero habría un incidente. Como consta que el Departamento de Estado llamó al Aeropuerto de Miami para confirmar la salida de los aviones, y que registraron su trayectoria, desde que despegaron y atravesaron la jurisdicción norteamericana y nada hicieron para detenerlos pese a que lo hacían violando todo el tiempo su plan de vuelo. Todo fue reconocido en el informe que Estados Unidos entregó a la Organización de Aviación Civil Internacional e 1996 y en otros textos oficiales.
Desde el año anterior, además, los dos gobiernos intercambiaban notas diplomáticas y mantenían contactos reservados acerca de las peligrosas incursiones de Hermanos al Rescate y sobre el proceso que Washington había iniciado contra el Jefe de ese grupo por sus violaciones anteriores,  que eran suficientes para no autorizarlo a volar ese día. (Esa medida elemental la tomó finalmente Washington, pero sólo después de la desgracia).
Quien nada sabía de lo que pasaba era Gerardo Hernández Nordelo. Él tampoco podía hacer algo para evitar que los aviones volasen ni que entrasen en el espacio cubano, ni para desviar o interrumpir su vuelo. No era él, sino Washington quien podía impedir la tragedia, a lo cual se había comprometido, formalmente, al más alto nivel.
Gerardo no conspiró para matar a nadie. Fueron otros, en Washington, los verdaderos culpables. Ellos y el organizador de la provocación, andan sueltos, libres. Pero Gerardo fue condenado a morir en prisión.
Allá, en Victorville, otros presos se refieren a él como “Cuba”. Tienen razón. Gerardo es Cuba. A él lo castigan con aberrante saña porque encarna a un pueblo que quisieran aniquilar.

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